miércoles, 9 de febrero de 2011

Juventud, divino tesoro (pequeña ficción de un hombre anciano)

Esa frase tan común de "juventud, divino tesoro" hoy me golpeó despiadada y contundentemente, casi con tanta fuerza como las punzadas insoportables en los dedos mientras escribo este pequeño texto. Ojalá los efectos se desvanezcan como lo hacen las letras en el monitor frente a mis ojos que luchan por enfocar correctamente. Fui a Ciudad Universitaria a observar una presentación de jóvenes radiantes. Monólogos, ballet, flamenco, música pop, capoeira...

Particularmente me referiré a un bailable donde había  4 chicas, un chico y una dama. La música jovial derrochaba alegría sobre el escenario y entre el público, que aplaudía y movía las piernas rítmicamente.  Los 5 primeros se movían de un lado a otro con frescura, armonía y sincronización mientras que la dama, a pesar de mostrar gran entusiasmo y voluntad, no lograba acoplarse al resto del grupo y sus movimientos carecían de la estética necesaria. Parecía que hubiera perdido el brillo de mejores épocas (muy anteriores). Me identifiqué con ella. Soy un anciano querido y respetado por mi familia, creo que aporto valor a quienes me aprecian -afortunadamente son muchas personas- pero ya no es lo mismo. Me arrepiento de no haber salido al campo tantas veces como para llegar al hartazgo, de no haber explotado lo suficiente la potencia de mis piernas, que se sentían como pistones poderosos e incansables. Me arrepiento de no jugar tantos partidos de fútbol como para acabar esos zapatos. Me arrepiento de no haber aprovechado la brillantez y plasticidad mental que tenía cuando joven para aprender lo más posible. Ahora mismo cada tecla que debo presionar para plasmar este texto implica una pequeña hazaña. Muero de ganas de hacer esas cosas que desprecié tantas veces, dejando que el tiempo cobrara inexorablemente los dones que me tenía prestados... Cómo quisiera regresar en el tiempo, para disfrutar de mis amigos, mi familia, mi madre y padre y vivir cada segundo como si fuera el último, lleno de emociones puerilmente intensas. Ahora, si estos son los últimos momentos lo mismo me da, poco a poco las posibilidades se me cancelan. Cuando era niño y pasaba el fin de semana con mis padres, el amanecer era lo máximo, puesto que pronto habríamos de salir a divertirnos, sudar y jugar. El sol se ocultaba lenta pero seguramente, dejando vivir los últimos y tardíos espacios de felicidad. Ahora, a mi edad, me siento así, viendo cómo el sol enrojece y se oculta poco a poco, sin oportunidad a dialogar ni a pedir una segunda oportunidad.